Yo la conocí vieja y durante varios años tuve la duda de si nació así.
De niña me gustaba imaginarla saliendo desnuda de algún hueco de debajo de la tierra, con la boca bien pintada de fucsia haciendo juego con el esmalte de las uñas de los pies.
Era un ser impresionante. Me enteré de su apoyo al único movimiento político que conocía un día de tertulia familiar post atracón dominguero, donde haciendo gala de su lema básico de vida “vamos a joder un poco para digerir mejor”, carajeó con soltura al presidente de turno.
Orgullosa de tener apellido compuesto como seña de pertenencia a la más alta clase social de Lima, no tenía reparo en gritar a indios y mestizos callejeros. Le gustaba lucir su piel blanca y su pelo rubio ante los que ella consideraba «inferiores». Era ofensiva, pero más que ofensiva, débil y dulce.
A sus ochenta años, la edad que siempre pareció tener, recordaba con memoria fotográfica todos los chismes familiares. Su interés por la vida privada de tíos, primos, conocidos y hasta vecinos, parecía revelar algo que quizás nadie en la familia quería entender: moría de ganas por ser uno de nosotros. Y es que, aunque era común decirle que formaba parte de la familia, era bastante complicado que ella así lo sintiera.
Y no me extraña.
En las continuas reuniones familiares era el principal motor de nuestras carcajadas. «Pobre vieja», decían algunos limpiándose las lágrimas de tanto reir.
Nos burlábamos de sus tetas, principalmente, aunque también de esa voz de bruja mala tan dañino para el oído humano. Lo único que superó a las tetas fueron los labios, que parecían haber sido operados por el doctor Chapatín resaqueado después de una de nuestras reuniones.
Ante todo era una vieja digna. Podía estar destrozada y hundida, podía ser motivo de burla, podía incluso rogar en silencio un poco de afecto, pero nunca dejaba de aparentar sentirse grande. Recuerdo que siempre alardeaba sus virtudes y sus pequeños logros en el terreno amoroso y social, quizás a modo de defensa o como un esfuerzo más hacia su eterna búsqueda de aceptación.
Cuando mamá me contó que era divorciada, me quedé atónita. Los conservadores de mi familia solían decir que su marido la abandonó y se fue a Mozambique porque ella le obligaba a sacarse los zapatos para entrar a la casa. Desde entonces su fama de come-hombres no hizo más que crecer. Todo esto ella lo traducía en un simple y categórico «soy limpia e irresistible».
A pesar de sus defectos, sus pendientes grandes y su pelo siempre bien peinado, me hacían quererla profundamente.
También me hacía quererla saber que un día en familia era bastante menos divertido sin ella.
Ayer fue feriado en Barcelona por la segunda pascua (sí, es raro) así que me fui a la playa. A la playa central de Sitges para ser más exactos.
Antes de llegar, dando un paseo por el pueblo como quien mata el tiempo, noté que había aumentado el número de vendedores ambulantes. «África grita en silencio» pensé, mientras las carteras Prada o Chanel eran intensamente ofrecidas por esos amables y grandes señores.
Ya en la playa, mi tía y yo nos pusimos a confesar los excesos del invierno al siempre comprensivo mar Mediterráneo. Podía sentir el sonido de las olas mezclado con las palabras de mi querida acompañante.
Un momento dulce. Regalo de vida. Un rato de esos en los que te olvidas de todo lo que no puedes arreglar y te dejas hacer “negrita” con la ayuda del viento y la luz.
De pronto, mi felicidad se vio opacada por una gorda con voz de pito.
Ah… querido lector. No tengo nada en contra de las gordas, de hecho me gusta sentirme parte del club, pero esta gorda en particular debería inmolarse en medio del océano. Que ¿por qué?
Verás.
Más de veinte vendedores ambulantes, mal llamados Top Manta, corrieron a esconderse de la policía. La escena parecía sacada de un cómic malo de esos que llenan las ediciones impresas de los periódicos. Por un lado ellos, a menos de 5 metros de los coches de la guardia urbana, ocultos en el muro que separa el paseo de la arena. Por otro, los polis observando el cielo desde sus carros oficiales y en medio, el guardián de la playa, con ese gesto casi inexpresivo del que sabe que es mejor no hacer nada.
Los polis se hicieron los que no los vieron y aquí no pasó nada. Los vendedores volvieron a sus puestos a seguir la faena. Ilegales y humanos a partes iguales. Cuando la tensión se diluía, apareció en el cuadro una señora con un bikini ajustado. Tomaba de la mano a un niño que, pobre de él, debía ser su hijo (a su hermano se lo comió, seguro).
Se dirigía al guardián con esa obscena ignorancia que ataca sin piedad a la gente como ella, poseedora de una voz chillona que parece gastada de tanta tontería.
Empezó diciendo bajito «Es increíble. Si entran, tienen que trabajar, eso está claro. Pero por eso mismo, mejor que no entren» y luego se vino arriba… «El pueblo esta plagado de negros vendiendo por todos lados y los policías, haciéndose los tontos. Así estamos. ¿Y tú qué? si tampoco puedes hacer nada, te ponen en una situación que… A ver si hacen algo los políticos para prohibir ya esto que al final los verdaderos perjudicados son todos los comercios de la zona que pagan sus impuestos y éstos ni pagan nada, ni les hacen nada».
No sé si me quemó más la piel el sol que la gorda el alma. ¿A cuánta gente representa esta mujer? ¿Quién es ella? ¿Con cuánta cantidad de elementos tóxicos invisibles alimenta la mente de ese niño que lleva de la mano?
Es ese pensamiento simplista el mayor de los peligros. No abuse de él, señora. La estupidez ha de ser usada con moderación, como la comida.
Están por todos lados, a plena vista o escondidos en callejones. En barrios pobres, en barrios ricos, en ciudades grandes o en pueblos recónditos. Invaden la geografía universal haciéndose llamar “locales malditos” y estoy segura que existe alguno muy cerca de ti.
Estos curiosos lugares por los que parece haber caído una maldición eterna tienen un olor especial, un tufo sutil a fracaso que sólo podemos reconocer con facilidad algunos superdotados del olfato como yo.
En el distrito limeño de San Borja, al final de la calle donde pasé mi niñez, había una esquina desde la que según yo empezaba el mundo adulto; ese donde los problemas se hacen realidad y se vive siempre al borde de la locura o de la iniciación al culto a Jehová. Pensaba que al cruzar esa calle hacia la avenida Las Artes, «lejos» de la seguridad del hogar familiar, podía perderme, quién sabe si para siempre… y era justo en esa esquina entre la niñez y la horrible adolescencia, donde estaba el primer local maldito que conocí.
Por él pasaron, uno tras otro, negocios que siempre nacían y morían de la misma manera: pasando de la ilusión al miedo. Tiendas de ropa, bodegas de alimentación, negocios de masajes misteriosos, peluquerías y hasta una tienda de mascotas. ¡Esos cachorros tiernos no podían no venderse! Pero sí, de pronto, nadie los quería.
Cosa rara. Abrían sus puertas a la riqueza con ilusión y fuerza. Todos los dueños llegaban con esa cara de tarados que se nos queda a los humanos cuando pensamos «al fin voy a ser millonario». Algunos se esmeraban en la decoración, otros preferían invertir en desarrollar una idea de negocio novedosa e incluso algún listo se esforzó en pagar una campaña de publicidad (estos pinches publicistas), pero ninguno conseguía jamás evitar la caída en picado de sus cifras de ventas, porque señoras y señores, tarde o temprano todo se desplomaba.
Poco a poco se iba creando en el aire el ambiente lúgubre del final de un cuento triste. ¿Empezaban a perder dinero? ¿Se comenzaban a sentir víctima de fraudes, incendios? ¿Veían caer sobre sus cabezas la desgracia de la enfermedad o era la saña de los desastres naturales golpeando con furia especial contra sus setenta metros cuadrados de superficie? Terremotos, asaltos, cualquier cosa podía ser, el caso es que no importaba cómo, siempre terminaban cerrando.
Durante años me he encontrado con lugares malditos dedicados a los negocios temporales que nunca funcionan. De formación profesional, siempre intenté buscarle una razón a su fracaso.
La localización tenía que ser. Pero a no ser que tuviera una razón relacionada a un error garrafal de feng shui, la mayoría de las veces, los locales malditos cumplían con estar bien ubicados, a la vista y paciencia de la gente a la que bien podían llegar y venderles sus productos y servicios como si no hubiera un mañana. (Consumir, cerdos, consumir)
Bueno, pues entonces será justamente eso, lo que venden. El qué y no el cómo nuevamente a la cabeza. Sí, podía ser ese el problema, pero, curiosamente, descubrí que no. Conocí negocios bien pensados, originales incluso, que se iban al garete sin entender por qué.
¿La atención al cliente? no, tampoco. De hecho, creo que el temor creciente a la mierda que se acerca como una peste, volvía a los empleados cada vez más blandos, dulces y serviciales. ¿Sería acaso la razón del fracaso un mix suavecito de todas las anteriores? ¿Tan suave que llega a ser imperceptible? Puede ser. Pero ante la duda, decidí crear una hipótesis propia, bastante más creíble y sensata para la mente de una persona como yo, pensadora imaginaria donde las haya.
La razón pues, de la caída continuada de las empresas que inician operaciones en un local maldito es algo que claramente escapa del control humano.
Pero, ¡cuidado! dios y su séquito no está para problemas del capital, así que los únicos que podían estar tras esto eran, sin lugar a dudas, los espíritus aburridos del inframundo.
Ellos, en su eterna desidia, no encuentran mejor manera de putear a los humanos que meterse en sus locales y una vez allí, lloran sus penas del pasado y cuentan historias terroríficas a las paredes que, aunque no hablan lenguajes humanos, son capaces de enviar mensajes sutiles a nuestra mente inconsciente.
El ciclo de mensajes malditos permanece por el resto de la vida impregnada en cada metro cuadrado.
Todavía no se ha encontrado una solución a este problema que impacta directamente en el sistema. ¡Qué diría John Smith!
En fin, sí, sí, hazte empresario… pero ojo. Mucho ojo.