La mujer quiso libertad y la tuvo, tanta que hasta contó a sus amantes en una lista y se sintió bien por ello. Y pasaron por su cuerpo y por su mente, todos los que, en su infinito y engañoso deseo de vivir, quiso tener. Y a algunos los amó. Y a veces su deseo se sació.
Hasta que un día dejó de sentir y pensó.
Agradeció a su tiempo la libertad pero decidió que la había estado utilizando mal. Su engañoso deseo la había llevado a buscar el amor en un lugar donde jamás lo encontraría: afuera.
Y una vez entendida su verdad, empezó a ver más y más qué era lo que quería realmente para sí. No había nada que buscar, estaba todo justo al frente, expuesto como en una tienda hecha especialmente para ella. Hacía falta valor para tomar sus verdaderos deseos porque eso significaba sacrificar mucho de lo que la venía acompañando durante tanto tiempo. No quería más ceder a la vida. Entendió que su libertad no consiste únicamente en poder hacer lo que se quiera con lo que llega a sus manos, sino en poder elegir sólo aquello que se quiere de verdad y tomarlo con firmeza y emoción.
El hombre quiso libertad y la tuvo, tanta que pudo dejar de decir a las mujeres palabras importantes. Y pasaron por él, diez, veinte, y todas las que, en su infinito y engañoso deseo de vivir, quiso tener. Y a algunas las amó. Y a veces su deseo se sació. Hasta que un día dejó de pensar y sintió.
Agradeció lo vivido y su intensidad, pero entendió que no hay libertad más real que la de la sinceridad.
Notó que es más gratificante sentirse amado bajo el sol que ir buscando pedazos de cielo en medio de la noche.
El hombre se dio cuenta de su error y empezó a ver frente a sí, todos sus verdaderos deseos justo frente a él. Tuvo que armarse de valor para tomarlos porque eso significaba sentir demasiado, algo que durante tanto tiempo prefirió no hacer. Comprendió que su libertad no consiste en poder hacer lo que se quiera con lo que hay, sino tener coraje para sentir lo que de verdad se tiene, con firmeza y emoción.