Me desespera el cotilleo y el hablar por hablar de la gente. Los reality shows de aspirantes a famosos, los famosos de verdad, la señorita laura que no merece ni la mayúscula en la ele de su nombre, los casi famosos, los que nacen famosos, los que se hacen famosos de pronto y se quitan rápido, los paparazzi de vocación y todo lo que rodea al mundo del «corazón». Por ejemplo, si compro en una tienda y me entero que un famoso compra ahí, ya no voy más. A ese nivel. Si estoy en un bar con una amiga y decide ponerse a hablar de alguien famoso, mi cerebro empieza a imaginar cosas con el fin de bloquear toda esa información automáticamente etiquetada como inservible.
En fin, me molesta esto porque soy una pesssada. Porque me aburre el chisme y la vida de la gente sin un contexto interesante y tras un periodo de profunda introspección, he llegado a la conclusión de que esto se debe a que no soy de la realeza. Porque si yo hubiera nacido princesa, definitivamente me encantaría el chisme. O Duquesa, o archiduquesa. Pero como no fue así y como tampoco me esmeré en ser famosa (no formé parte de un accidente aparatoso ni nací con un don para la actuación o algún deporte como el boxeo) siempre he preferido mantenerme muy alejada de todo lo que no me incumbe. Ahí donde me llaman voy y donde no, ni me lo pienso. Me ocupo de mi vida y trato de no juzgar nunca a los demás, no por un tema de valores sino simplemente porque me da muy igual.
Pero como decía, si tuviera apellido real ¡otro gallo cantaría! (como este que anuncia que Cristo viene). En ese caso, en el de ser princesa, el chisme sería parte de mi día a día porque tendría que recurrir a las revistas y programas del corazón para enterarme de la vida de mis allegados principescos y para darle un toque extra de diversión a la mía.
De hecho contrataría a varios periodistas (súper guapos todos ellos) para que me leyeran (desnudos) las últimas noticias. Además, compraría un cohete para irme de viaje al espacio con amigos cada víspera de mi cumpleaños y tendría la cocina mejor equipada del planeta llena de robots y hornos supersónicos. Prepararía tartas gigantes y las mandaría a pueblos recónditos para aumentar mi nivel de famosidad y publicaría mi propia revista con las verdades de los cotilleos de los famosillos que jamás llegarían a alcanzar mi nivel de glam. También me haría un clon para que haga las tareas de estado mientras yo me deba ocupar de mis excentricidades y mandaría cartas de amor a simples mortales sólo para confundir; luego, miraría sus caras en las portadas del Hola! o de alguna de esas revistas horrendas que jamás compraría, ni aun siendo princesa, porque entonces me las regalarían fijo.
También aprovecharía de tener un huerto enorme donde cultivaría todo tipo de hierbas y alimentos y compraría una isla-paraíso-del-placer para llenarla de gente especial y sencilla que necesite vacaciones. Haría un sorteo en la tele, conmigo de protagonista, con capa, corona y silla de princesa para elegir a los nuevos enviados. Así por fin serviría de algo mi don especial de detección de gente buena.
Ahora que lo pienso, creo que nunca me quitaría la corona y la capa.
¡Ah! también tendría mi propio perfume y lo regalaría a cambio de recetas novedosas o ideas divertidas.
Volviendo a mi realidad, no nací princesa (lo sé, sé que lo sientes, yo también a veces lo siento) Y tampoco soy famosa. De hecho, lo más cerca que he estado de la fama fue a mis 10 años cuando gané un concurso de ajedrez local y otra vez a mis 20 cuando salí en un anuncio de shampoo del que me arrepentiré siempre.
Pero en la intimidad, amigo lector, soy más que eso. Soy la reina de mi vida y de mi historia. Aunque suene a cursilada barata, lo soy. Con mis locuras y más; porque a cualquier nivel, con un poco de imaginación, una puede ser princesa Disney si quiere, sin necesidad de salir nunca en revistas.
Por cierto, esto fue lo que inspiró este post http://www.elmundo.es/loc/2013/11/27/5295b48a63fd3d8e458b4597.html